martes, 3 de mayo de 2022

Oscuridad

 por Paul C. M.*

* alef28bet@gmail.com


20 años atrás la casa había sobrevivido a uno de los mayores temblores que la megalópolis había experimentado. Durante el paso de aquellos 20 años los movimientos telúricos continuaron, era natural que así fuera, aunque su fuerza nunca se comparó con la de aquel gran temblor. Ninguno de ellos fue lo suficientemente ágil para derribar la casa. Aquella demostración de resistencia creó en mi mente la idea de que quiénes diseñaron y construyeron la casa debían ser grandes seres de ciencia y talentosos tecnólogos. Sin embargo, sabía la verdad, fueron las manos de hombres zotes lo que habían levantado está pequeña edificación. Su incapacidad de leer el lenguaje encriptado inducido por un alfabeto escrito, no limitaba su entendimiento sobre la armonía de las formas geométricas, cuadrados, rectángulos y triángulos. El equilibrio de fuerzas cortantes transversales y longitudinales era sublime, realmente excepcional. Muy probablemente si hubieran recibido una formación formal estándar, aquella magnífica aplicación del conocimiento de las leyes físicas no se hubiera dado de la manera que se dió.


La casa no poseía ninguna forma vanguardista, futurista o algo que diera la idea de un avanzado o progresista arte. Su composición simple y funcional la hacía ver cómo la cosa más común en una ciudad que crecía en extensión, personas, mal olor e histeria eléctrica. Era el lugar donde mis padres han vivido desde que se unieron para formar una familia. En este lugar nací y crecí. Este objeto seguía resistiendo el uso de sus habitantes y el embate de los fenómenos naturales y artificiales. Aquellos 20 años después del gran temblor y el tiempo acumulado de los anteriores 20 años cuando la construcción se levantó había dejado marcas profundas. Llena de cicatrices y amputaciones, se negaba a caer. Imitando la impasibilidad de las grandes montañas que se niegan a moverse.


Dado que soy el hijo mayor, tenía el derecho implícito de ocupar por completo uno de los cuartos de la cuatro que conformaban la división de la casa. Un cuarto les correspondía a mis dos hermanos. Otro servía de habitación y cocina, en él mis padres dormían y mi madre cocinaba. La última división correspondía al baño de aproximadamente tres metros cuadrados. 


Un aspecto notable de la pequeña casa que habitamos es que posee un jardín. La razón de ello es que los ‘grandes seres de ciencia’ así lo habían decidido. Dado que mis padres no tenían aquella fortuna necesaria para cambiar la condición física de ese espacio, fue que el jardín siguió siendo un jardín. En él crece un árbol de limón y una bugambilia. El agua que mi madre prepara con aquellos limones me refresca exquisitamente en el caluroso inicio de la primavera. Los colores violetas de las flores de la bugambilia, me hacían sentir alegría. El jardín, algo verde, algo café, algo multicolor, es disonante con el gris del cemento de todas partes. Mi madre, aficionada a las plantas, tiene en aquel jardín varias macetas (cubetas de plástico) en donde se puede identificar un rosal, un árbol de chile de altura mediana y una planta de tomates. Una zona verde para el refugio contra el sentimiento monocromático de la vida en el progreso.


El jardín provee a la casa una estética de un lugar agradable y fresco, donde la vida sobrevive a la contaminación generada por la combustión de gasolina, carbón y seres humanos. Esto es importante. Creo que sin este jardín, con su árbol de limones y la bugambilia, que provee de alimento y belleza, la vida o la manera en que mi familia observa el mundo natural sería opaco, triste, vacío. El sabor del jugo de limón en nuestra comida, su aroma, su acidez, reactiva nuestro deseo de vivir para seguir experimentado ese placer de respirar, de observar y maravillarnos de las estructuras naturales, que al igual que nosotros intentan sobrevivir en un mundo que siempre intenta desvanecer los.


Cuando la casa fue construida hace 40 años, durante una época en que el Estado, una organización artificial humana, intentaba obligar a las personas a vivir el modo de vida industrializado, la cual consistía en una economía de bienes y servicios que en general son innecesarios pero que deleitan la banalidad del pensamiento racional. Las fábricas crecían o surgían. Las herramientas mano-cerebro de hombres y mujeres eran necesarias para accionar palancas, apretar botones, apuntar cantidades, realizar cálculos para determinar las cantidades precisas de sustancias altamente tóxicas y explosivas utilizadas en la fabricación de televisores y radios. Se iniciaba el desarrollo de las computadoras que permitieran automatizar el manejo de los sistemas de electrificación del alumbrado público y de la naciente red de transporte de motor eléctrico. Mientras estas máquina inteligentes surgían, los seres humanos tenían que usar reglas de cálculo, construidos con madera, cuyas diferentes escalas, grabadas con caracteres negros sobre su superficie, les permitían derivar e integrar para determinar el potencial eléctrico requerido así como el grosor de los cables por donde circularía la electricidad que alimentarían al imaginario colectivo. El sonido como la imagen, aunque fueran apreciadas por todo transeúnte que se dirigía a una fábrica, sólo eran reales cuando la descomposición de las señales en las frecuencias fundamentales se podía computar. Sin saber, sin quererlo saber, todos éramos y seguimos siendo esclavos de la transformada de Fourier que nos deleita y nos esclaviza al progreso de las ondas electromagnéticas.


Las personas del campo al ver como la ciudad crecía debido al aumento de los humos tóxicos que salían de las altas chimeneas de las fábricas, pensaron que el color blanco de esos gases representaba una señal de paz, de esperanza. Por ello cambiaron los amplios y abiertos paisajes rurales de monótonos colores verdes, por el color gris de la combinación del clinker y yeso, el negro del asfalto y las brillantes luces blancas de neón. Dejaron de escuchar el sonido de insectos y aves, para sólo oír la armonía de los engranajes que giran a 30000 rpm. Una velocidad frenética qué no conducía a ningún lugar, pero que movía el mundo artificial hacía la prosperidad. En aquel nuevo mundo, que duraría poco debido a su falsedad, miles de casas fueron agregadas al paisaje urbano para extender la capacidad de la ciudad para guardar a las personas que querían vivir entre la electricidad conducida por los postes eléctricos y los metales pesados que flotan en el aire (residuos del camino hacia el futuro).


Mi casa, en ese Inicio, era un producto de la cadena de producción en masa. Igual que otras miles de casas. Iguales. Idénticas. Uniformes. Funcionales. Comunes.


Hace 20 años, cuando el gran sismo se dió, muchas de las copias de mi casa cayeron. Los sobrevivientes que las habitaban se vieron obligados a levantar nuevamente su hogar artificial. Los que tuvieron suerte, levantaron construcciones de más de dos pisos. Agregaron estacionamientos para guardar sus automóviles. Balcones y jardineras, decorados con losetas de colores y figuras llamativas que reflejan la luz del sol dando una apariencia de grandeza y, por consiguiente, mostrando la prosperidad de la familia. Otros, la gran mayoría, sin demasiada suerte, sólo lograron volver a levantar unos tristes muros de color gris sobre los cuales se sostenían láminas, también de un color gris pero que brillan al sol. Las familias que viven en estás grises casas experimentan el fenómeno de transferencia de calor. En el calor intenso de los meses de abril y mayo, los techos de lámina facilitan la conducción de calor que se daba de la región más caliente a la más fría, por ello el calor se acumulaba en el interior de la casa, mientras que en los meses de frío, diciembre y enero, el calor escapa, nuevamente, siguiendo el mismo principio de ir de la zona más caliente a la más fría. Esto es un principio natural. Así, su desafortunada condición era agravada por esta ley física. Aunque una aplicación del mismo principio podría proporcionar una herramienta contra esta adversidad. Ello requeriría cuestionar el orden artificial de la sociedad humana por el verdadero orden natural. Observar, registrar e imaginar. Sin embargo, la ignorancia inducida les impedía notar cómo aplicar esta ley natural. Sus creencias en el progreso vulgar que les rodea les hacía asumir que su cerebro no puede darles las respuestas para sobrevivir a la adversidad natural del mundo artificial.


Las puertas de estas grises casas se construyeron con restos de madera obtenidos de los sobrantes de las grandes construcciones que surgían después del gran temblor, que los hombres ricos y progresistas erigían para que se recordará la fuerza y el espíritu combativo de la civilización humana. Las puertas cumplían la función de marcar una división entre el exterior e interior. Aunque el noble material llevaba a cabo esta tarea con firmeza, su tenacidad tiene un límite. Existen fuerzas capaces de doblegarlo y romperlo. Cuando una de esas fuerzas se presentaba, la puerta se mantenía firme, soportando, cumpliendo su función, sin miedo, separando las realidades ficticias de afuera y adentro, hasta ser degradada a nada.


Mi casa correspondía a una categoría diferente, a la más excepcional. Ella, como lo he dicho, es una superviviente, lo qué significa por ende que es un ser apto para el cambio. Toda la evidencia, hasta el momento, mostraba que así era. El objeto representa el recuerdo de un pasado que insistía en mantenerse vivo sin importar que el cielo se volviera de un azul pálido, lleno de grandes máquinas voladoras que movían a seres humanos y otros organismos de un continente a otro, abarcando todo el planeta. Se erguía entre las nuevas altas casas de colores blancos, rojos y verdes, y de amplias cocheras donde se guardan los aparatos motorizados de fabricación japonesa y coreana que tanto deleite da a la gente. Insistiendo en estar ahí, tal como nació, manteniendo su simple forma, su utilidad primaría y su pequeño jardín.


La ciudad donde se encuentra esta casa está rodeada de montañas. Grandes elevaciones de roca. Entre los picos de estas se encuentra el cráter de un volcán activo, que de vez en vez exhala piedras incandescentes y humo que opaca la luz del Sol. Para las criaturas que viven observando las montañas el tiempo pasa muy rápido, mientras que para las mismas elevaciones naturales el tiempo transcurre lentamente. Sin embargo, el mismo tiempo degrada a ambas entidades, sin importar qué tan fuertes pudieran ser. Los va borrando gradualmente. Montañas, ciudades, casas, personas, sueños. Todo ello se diluye para ser olvidado.


El cuarto que habito no tiene ventanas, por lo que no puede ver el cielo ni las montañas. La única luz de origen solar que se puede percibir es aquella que entra por debajo de la puerta que divide mi espacio del espacio de los otros dentro de un espacio ya limitado. Esto último como una réplica constante de la costumbre humana de separar el ‘yo’ de los ‘otros’.


Debido a lo limitado de la abertura de la puerta con el piso, aquella luz no es suficiente para poder ver algo dentro de mi cuarto, por ello es necesario encender los focos de filamento de tungsteno. 


Cuando se da la noche, debido al movimiento periódico de la Tierra sobre su eje, la luz generada por los filamentos de tungsteno no aumenta su capacidad lumínica, sigue siendo la misma tenue luz que agota mi vista, sólo se vuelve más notoria, ya que es la única fuente lumínica dentro de mi habitación. Cada mañana, cuando salgo al jardín, mis ojos agradecen sentir una luz generada por un proceso de fusión nuclear. La luz solar que tarda 8.3 minutos en alcanzar mis ojos desde que deja el Sol relaja mi cansada vista.


Al mirar el foco de filamento de tungsteno en medio del techo cuarteado y resquebrajado de mi habitación, me doy cuenta de cómo el tiempo ha arrancado varios pedazos de concreto de 40 años de antigüedad. Me parece que ésto es como una señal del Cielo que quiere que nada esté ocultó bajo él. Por otro lado, la luz artificial desorienta mis sentidos. Su monotonía me impide reconocer el paso de los astros en el firmamento y por lo tanto olvidar que los seres como yo suelen dormir por las noches. Después de los 20 años de vivir en esta habitación, el modo REM de mi cerebro se ha alterado. Ello, así lo suponía, ocasiona que tenga sueños ridículamente agradables y en otras veces completamente pasmosos, todos de una extraña coherencia que no comprendía y que conjeturaba debía a que ellos sólo pueden ser comprendidos cabalmente bajo una axiomática no-humana.


Aquellas veces que no miraba el techo, observaba el piso. Me gusta verlo. Es de un color amarillo, lleno de fisuras y líneas inducidas por el gran temblor y los golpes de las nuevas cosas que se construyeron alrededor. En cierta parte, debido al paso de mi pies durante esos 20 años y que en alguna ocasión se me ocurrió utilizar un martillo para enderezar un clavo, que deseaba utilizar para hacer un modelo a escala del sistema solar (una tarea escolar), golpee con tal fuerza que la velocidad del martillo generó una energía cinética que terminó llevando la cabeza del martillo contra el piso, haciendo que una parte de él se desprendiera, dejando al descubierto la primera capa de cemento del piso de la casa. Con el paso de los años, la húmedad y otros golpes fueron ampliando el daño que había iniciado. Ahora, hay una parte, de unos 30 centímetros de diámetro, donde el piso ha perdido su esmaltado y liso color amarillo. Ese daño me recordaba a las carías que tenía el diente que le había extirpado a mi madre. Manchas verdes-negras que habían perforado la dureza del diente hasta hacerlo inservible.


En una ocasión traté de remediar la condición del piso. Si no hacía algo, el daño seguiría aumentado hasta eliminar todo el color amarillo. Mezclé un poco de agua y cemento. Rellene el hueco. Alise la mezcla lo mejor que pude con una cuchara para cemento que ya hace bastante tiempo atrás había perdido el mango de madera y luego esperé a que se secara. Durante un tiempo el suelo amarillo tuvo un parche gris opaco. Aunque la fuerza de sujeción fue insuficiente. Lamentablemente, mi reparación duró poco y la caries volvió. Aunque, los extremos del hueco en el piso parece que lograron una sujeción mejor, gracias al cemento que se introdujo por la hendiduras laterales, impidiendo que el orificio se hiciera más amplió. Ante aquel fracaso, me formulé por primera vez la cuestión de si yo seguiría viviendo en esta habitación por el resto de mi vida, si la casa podría seguir aguantando el paso del tiempo o, si en el futuro, en un día en el mañana, todo esto se habrá ido.


Las paredes también tenían sus correspondientes recuerdos del paso del tiempo.


Cuando era más joven, al caminar por las calles de la ciudad y observar los lugares donde se construían nuevas viviendas, notaba que los ladrillos tenían unas dimensiones de 9 por 13 por 24 centímetros. Me preguntaba por qué estas dimensiones, todas ellas múltiplos de 3, un número primo. ¿Habría un mensaje oculto en esa tríada? Podría ser. Aunque una explicación más sencilla es que a alguien le gustaba esa combinación de números. Prefería pensar que una inteligencia superior había colocado esos números como un recordatorio para las personas del mañana. ¿De qué? Esperaba descifrarlo un día. Me gusta pensar en esta idea, aunque la principal motivación de mi observación sobre la dimensiones de los ladrillos se debía a que los correspondientes bloques con los que se habían levantado las paredes de mi casa eran de dimensiones superiores, 15 por 20 por 40 centímetros. Ahora, todos múltiplos de 5, otro primo. Raro, pensé. Imaginé que los seres que levantaron mi casa debían haber dejado un gran mensaje en ella. La repetición de esta tríada de números debía contener algo indiscutiblemente importante. También existía la opción de que a los constructores no les gustaran los múltiplos de 3. Nuevamente, me quedaba con la opción más extravagante.


Recuerdo que un jueves, encontré un bote de pintura azul claro en mi casa. Cómo había llegado fue una pregunta que no me interesaba resolver. Prefería utilizar la pintura para decorar el gastado color de las paredes. El bote de un galón me permitió cambiar la apariencia de mi habitación por un habitación más luminosa.


Me había percatado que mi habitación en el pasado había tenido paredes de color naranja (asumó que se pensó que convinaría adecuadamente con el color amarillo del piso). Ese pasado todavía se podía percibir. En tres ocasiones mi padre pintó las paredes, cubriendo las capas anteriores con la nueva pintura de cada ocasión. 


La humedad provoca que la pintura sobre las paredes se desprende como la piel de una serpiente. Cuando me percate de ello, arranque un pedazo de está piel sintética y ví los diferentes estratos que la formaban. Naranja, amarillo, verde. Sobre ellos luego se asentaría el azul claro. La imagen multicolor de esta sustancia, derivada de la refinación del petróleo, me llevó a preguntarme si sería posible entender el clima que había existido en tiempos anteriores dentro de mi habitación. Algo similar a lo que realizan los intrépidos científicos que visitan la Antártida, donde perforan el permafrost para conocer el clima que había estado presente en la Tierra hace millones de años. La idea podría sonar ridícula en un principio. Ridículo pensar en conocer el clima de hace millones de años, mientras que hoy el calor de los veranos se vuelve más intenso y el frío de los inviernos más helado. No tengo la seguridad de si la actividad humana está causando ésto o si es la forma de que el planeta trata de eliminar una plaga, como cuando se sufre fiebre, que es la reacción del cuerpo humano al intentar eliminar a los patógenos. A mí me gusta pensar que las bacterias de los polos, sabiendo de la peligrosidad de los seres humanos, están liberando más dióxido de carbono y metano para reconquistar el planeta. Ya que a mi civilización le encanta quemar cualquier cosa, el humo tóxico generado encubre de manera perfecta el plan de las bacterias. Es como si nos hubieran estudiado con bastante detalle. Me gusta imaginar que el que ríe al último ríe mejor. No sé si las bacterias posean tal concepto (humano) de la risa o tenga un sentido de la ironía (humana), pero estoy convencido que ellas ganarán. En cualquier caso, saber cómo fué el clima de mi habitación cuando terminó de construirse sería algo que me ayudaría a entender la variedad de insectos que han poblado mi habitación. 


Las lluvias de los últimos 40 años se han acumulado tanto en las paredes, el techo y el piso. La humedad en mi habitación dió origen a condiciones favorables para la aparición de constelaciones de cristales de salitre (mezcla de nitrato de potasio y nitrato de sodio). Crecen en pequeñas cantidades sobre los bloques que se encuentran en la base de las paredes. Principalmente en aquellas uniones, entre el piso y la pared, donde la luz (natural) no llega ni el aire se mueve. Casualmente debajo de mi cama es dónde más de estos cristales de salitre se levantan, blancos y tan finos que parecen simple pelusa. Llegué a preguntarme si podía dedicarme a vender salitre, tenía una pequeña veta debajo de mi cama que iba extendiéndose lentamente. Tal vez podría convertirme en proveedor de materia prima para los contratistas militares para las guerras de mi pequeña civilización. Con mi salitre podría mantener un flujo de suministros para la elaboración de pólvora o dinamita. Descarté la idea al darme cuenta que lo único diminuto de mis congéneres es su imaginación sobre el futuro y su deseo de ver lo.


Al descubrir mis pequeñas minas de salitre, me pregunté cuántas veces mi madre ha intentado acabar con ellas. Echando jabón y cloro, para luego fregar con una escoba el piso, como la base de las paredes, tratando de eliminar los cristales de salitre sin mucho éxito. Por otro lado, la existencia de grandes cantidades de salitre en la pared izquierda, según la orientación de mi cabeza al dormir, era una señal de que los bloques de aquella pared se encuentran bastante erosionados. Esa erosión se agravó cuando los vecinos, una familia con suerte, levantó una casa más grande con un patio más grande, el cual está emparejado con mi habitación. Los vecinos tenían la costumbre de bañar a sus perros y su coche en el patio. El agua, debido a la inclinación natural del terreno, se acumula del otro lado de la pared izquierda de mi habitación. Es interesante notar que la prosperidad de unos parece implicar (¿siempre?) que alguien, de alguna manera, deba sufrir para que la aparente dicha de uno se dé y conserve. Lamentable particularidad de mi civilización. 


El mundo natural nos indica que nada se puede obtener sin eliminar algo. Mi madre me explicaba tal principio en sus teoremas empíricos obtenidos a través de su propia experiencia de vida. Yo, por otro lado, entendía claramente que las observaciones de mi madre, basadas en su supervivencia, tenían un sentido formal, mucho más coherente y profundo de lo que el sencillo sentido común humano permite. La ley Lomonósov-Lavoiser (que prefería llamar como ley María, en honor a mi madre que no necesito ni leer ni estudiar para darse cuenta de ella) indica que la materia consumida para producir algo tiene que reintegrarse al universo de alguna manera, no puede desaparecer. En una frase simple, “no se puede tomar sin dar”. La asimilación de está idea es bastante complicada (aunque se puede hallar en los libros de ciencia, parece qué los únicos que la entienden de mejor manera son las personas menos educadas y más pobres de mi civilización). Por otro lado, el suceso natural de este fenómeno suele desorientar al pensamiento racional (humano). Yo mismo no lo había notado hasta que ví cómo la prosperidad de los vecinos acaba con la estabilidad estructural de mi habitación. En las noches artificiales de mi habitación, recostado sobre mi cama mirando a la nada dentro de la penumbra, me cuestioné si este fenómeno era evitable o si existía una forma de optimizar la pérdida. Ir contra una ley natural del mundo real es la manera más simple de contradecir la existencia de uno mismo. No se puede ir contra las leyes reales. Claro, a menos que uno sea capaz de construir realidades y civilizaciones más benevolentes que puedan cuestionar el orden natural.


En las noches (naturales), en mi oscura habitación, recostado sobre mi cama, mientras los jardínes de cristales de salitre abajo se expandía pausadamente, me pregunto sobre la manera de corromper la ley María (ley Lomonósov-Lavoiser). A veces esos pensamientos míos evitan que duerma, por lo que experimentó un insomnio artificial.


En una de esas ocasiones, algo me obligó a ver debajo de la cama hacia la minúscula mina de salitre de la pared izquierda de mi habitación. Al mirar, ví una extraña criatura. Su forma me recordaba a los cangrejos herraduras, aunque su cuerpo y extremidades eran más largas. Poseía un color plateado opaco, como el color de la soldadura usada para unir componentes electrónicos de radios y televisores. Al principio, sólo pude notar a uno, luego me percaté que todo el jardín de salitre estaba ocupado por varios individuos de la misma variante. Parecía que sus movimientos eran lentos aunque, como luego observé, su rapidez daba la sensación de pasos pausados. Sentí un poco de miedo, no debido a su presencia, más bien a no saber de dónde procedían, de qué lugar salían, desde cuándo se reunían debajo de mi cama. Sobre todo, si ellos han estado en mi habitación por más de una noche, ¿qué hacían cuando yo dormía?


Súbitamente un nombre apareció en mi cabeza. De alguna forma pude conocer que el nombre del insecto era “lepisma saccharina”. Ese animalito gris era una lepisma saccharina.


La congregación de las lepisma saccharina me dejó en claro que iba a tener una confrontación con la realidad. Habrá quién afirme que lo ví era una manifestación de mi imaginación. Yo me decía a mi mismo, “la imaginación está circundada por la realidad y mi realidad, en última instancia, era parte de una gran realidad, y aquella gran realidad sólo puede entenderse como el producto de lo imaginario, de lo irreal. Lo que veo es entonces real”.


Vi a las criaturas moverse. Mover lo que parecían unas antenas que, imaginé, servían para comunicarse entre ellas. Nunca dejaron el espacio del jardín de salitre, no parecía querer hacer incursiones lejos de ahí. Pudiera ser que estarían extrayendo el mineral para abastecer sus líneas de producción para el desarrollo de su tecnología de viajes espaciales. Sentí que esa era su intención. Una parte de mi cerebro aceptaba la idea como suficientemente plausible para que los insectos no fueran una simple ficción de mi mente.


La noche pasaba. Vigilaba a las lepisma saccharina. El cansancio obligaba a mis ojos a cerrarse en intervalos regulares. En un momento cerré los ojos abruptamente y al abrirlos rápidamente los insectos grises habían desaparecido. Pensé en mover mi cama, revisar la pared, limpiar el salitre, buscar a la lepisma saccharina, pero al final me quedé dormido. Al despertar confundí el pasado con la ficción de un sueño. Al día siguiente asistí a la escuela, para seguir siendo educado en las formas y saberes estándares de mi civilización. Todavía tenía sueño desde aquella noche rara. La convivencia con gente cercana de mi edad y el deseo de hablar con una chica hizo que olvidará a la lepisma saccharina. Al menos por un breve tiempo.


Otra noche (natural), mientras miraba la oscuridad en mi habitación, escuché un sonido que venía del piso, del lado izquierdo de mi cama. Abajo sucedía algo nuevamente.


No decidía si era una buena idea asomar la mirada hacia aquel lugar o esperar a que el cansancio me indujera a dormir y así olvidar de forma automática cualquier tipo de ruido. Lamentablemente, mi cerebro que había sido atraído por el ruido no activó los mecanismos bioquímicos para entrar en la fase REM. Seguí escuchando el sonido de varios pequeños pasos, como un tamborileó, acompañado de otro que parecía ser producto de moler diminutas piedras. Al final, mi insana curiosidad sobrepasó el temor latente a lo desconocido obligándome a mirar debajo de la cama.


Pensé que volvería a ver a la lepisma saccharina. De hecho fue así. Noté que muchas de ellas salían de un orificio en la pared. Algo las inducía a introducirse con vehemencia a mi habitación. Su flujo era desordenado. Ante tal falta de compostura, la invasión provocó en mí un enojo. Si habían decido obligarme a vivir con ellas, al menos esperaba que mantuvieran un cierto grado de compostura, de tal forma que su invasión fuera más discreta. Su aparente soberbia me molesto bastante.


Me levante. Recordé que tenía una tabla cuadrada de unos 30 centímetros por lado, residuo de un proyecto escolar. Decidí usarla para tapar el orificio por donde los intrusos se colaban a mi habitación.


Tire de un extremo de la cama para alejarla de la pared. Coloqué la tabla y luego la fije utilizando una pesa oxidada que mi padre había encontrado y que yo utilizaba para ejercitar mis brazos. 


Los insectos que ya se habían introducido a mi habitación, se deslizaban por la pared o el suelo para buscar un lugar cómodo donde esconderse. Algunos se introdujeron en el interior de los viejos muebles, otros se colaron entre las páginas de los libros con hojas arrugadas y manchadas por la húmedad que había rescatado de la basura, al parecer alguien pensó que tirar las ‘palabras’ era un acto de inteligencia. Coloqué la cama en su posición original. Planeé para el siguiente día buscar algo de cemento o yeso para tapar el pequeño orificio en la pared. Quería evitar que las lepisma saccharina volviera a incomodarme. Aquellas que ya se habían instalado en mi habitación no me preocupaban, eventualmente las volvería ver y me desearía paulatinamente de ellas.


Al acostarme sobre mi cama, tuve una sensación de satisfacción al haber detenido a esos seres de sistemas nerviosos simples. Mi pequeño esfuerzo me había cansado lo suficiente para quedarme dormido.


Al abrir nuevamente los ojos, sentí que había pasado sólo un breve momento. La habitación seguía con la característica oscuridad, por lo que deduje que era mínimo el tiempo que había permanecido dormido. No tenía referencia alguna a la mano para determinar con exactitud la cantidad de tiempo transcurrido antes de volver a despertar. Miré hacia la parte baja de la puerta de mi habitación, no se observaba luz. Confirmado (aparentemente) que el tiempo que había estado en inconsciencia fue breve. En ese momento pensé que además de buscar los materiales necesarios para tapar el orificio en la pared, debía también encontrar detergente y una escoba para limpiar toda la habitación. Luego decidí ver debajo de la cama para verificar si la barricada seguía en pie.


Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, noté que la tabla tenía un agujero. Alrededor del orificio y en la pared al piso se habían instalado unas extrañas plantas. Así era la imagen que mis ojos crearon con la escasa luz. Me gustaría que mis ojos pudieran ser capaces de captar la radiación del calor de los cuerpos para mirar mejor en la oscuridad. Aunque sin esa habilidad, por alguna razón sentí que aquellas plantas tenía un color negro brillante que se podía distinguir en la penumbra adecuadamente. Fue después de mirarlas con mayor detenimiento que me percaté de la verdadera naturaleza de las extrañas plantas. 


Las plantas se movían. Las plantas no eran plantas, sino insectos, cuyas formas extravagantes provocaron mi equivocada primera conclusión. Además, era claro que no eran más lepisma saccharina. En cambio, sus contornos me hicieron recordar a los escarabajos, cochinillas, tijerillas, insectos palo, bocydium globulare, mantis religiosa, gorgojo jirafa y al bursinia genei. Al mirar por más tiempo, el profundo color negro que poseían sus cuerpos atraía más mi atención hacia ellos. Como si su oscuridad fuera mayor que la circundante. Sus exoesqueletos debían poseer otra composición diferente a los de los insectos comunes, al menos a los que yo conocía.


Observé que poseían ciertas protuberancias simétricas sobre la parte superior de sus cuerpos, las cuales me hacían recordar las formas de los hongos o el coral en el mar. Estos peculiares adornos fueron los que en un principio me hicieron pensar que se trataban de plantas.


Los pequeños acorazados se estaban moviendo en un sóla dirección de manera aparentemente ordenada. Antes de preguntarme sobre a dónde se dirigían, sentí un arrebatador deseo de aplastarlos. Al ser consciente de ese pensamiento, me pregunté qué es lo que realmente impulsa a mi cerebro a desear eliminar a diminutas criaturas como los insectos. Hasta donde comprendía, ninguno de ellos, antes y hasta ese momento, no habían intentado hacer algo contra mí. Sólo se movían. Por ejemplo, ahora transitaban por debajo de mi cama sin preocuparse de mi presencia. Tal vez la reacción de miedo se debía a su condición de formas no-humanas. Sin embargo, la gente admira a perros, gatos, leones o caballos. ¿Por qué solía ser diferente con los insectos? ¡Los insectos también poseen cuerpos simétricos! ¡Ayudan a que se de la polinización de las plantas! Pudiera ser que sus pequeños cuerpos con varias extremidades causan un temor natural en los humanos. Posiblemente. Los grandes dragones que viven en el cielo como en la tierra. Que surcan el cielo proyectando sombras que crean zonas de penumbra sobre los bosques. Que escupen fuego por sus bocas siendo capaz de derretir tanto al oro como a los hombres. Tienen miedo de los ciempiés. Aquellos miriápodos pueden, en cualquier descuido, meterse por el orificio de sus oídos y comerse la materia blanda de sus cerebros. Los dragones, poderosas criaturas, así lo creen y su temor no hace más que crecer. De manera similar, pudiera ser que en nuestro subconsciente, donde existen remanentes de ficticia idea de superioridad, se establezca la idea de que los insectos pueden introducirse por cualquier de los orificios en nuestros cuerpos, que conectan el exterior con el interior, para comerse la materia suave de nuestros órganos más vitales. Roer materia gris, intestinos, hígado, riñones, pulmones, vísceras y corazón. Un miedo que se eleva más cuando en la noche se debe dormir. En el estado de inconsciencia en la que la respiración automática continua, no se sabe qué es lo que camina sobre nosotros y qué se introduce en nuestro interior. La idea de aplastarlos se volvía una reacción aparentemente natural de mera supervivencia.


Tomé unos de mis zapatos, moví la cama y comencé un ataque. Golpes consecutivos.  Los aplastaba. Sus cuerpos se dividían en pedazos de distintos tamaños. La fuerza aplicada parecía ser suficiente para deformar sus exoesqueletos. La materia de su interior se diseminó. Parecía que había acabado con varios de ellos. Me detuve para ver el resultado de mi primera embestida. Todas las partes dispersas comenzaron a moverse como si fuera una viruta de metal atraída por un imán. Formando nuevamente un volumen. Los pedazos habían recuperado su disposición original, cuerpos de un brillante color negro. Fue cuando un temor más racional se adueñó de mi mente. La reacción de mi cerebro fue enviar mensajes electroquímicos para impulsar a mi brazo a volver a repetir lo que había hecho hace un momento, esta vez con una mayor fuerza. Volví a plastar. El frenesí de violencia no duró mucho. Mis ojos en la penumbra volvieron a ver el mismo resultado, pedazos negros que habían volado y caído al piso por el efecto de la gravedad volvieron a llamarse entre sí para regresar a su primera ubicación. Mi respiración se aceleró. La hiperventilación, provocada por el temor del asombro, provocó que la energía de los alimentos de aquel día se consumiera más rápido. Me sentí cansado y con hambre. El miedo fluía por las fibras neuronales de mi cerebro que no podía comprender el por qué los insectos tenían aquella capacidad para reensamblarse. 


Me tranquilicé. Decidí que debía reflexionar sobre lo que se me presentaba. El tan notable suceso me hizo preguntarme si lo atestiguado en aquella oscuridad se trataba de un sueño, una ilusión producida por y para mi mente como resultado de una mezcla de recuerdos y experiencias almacenadas en algún lugar aleatorio de las células de la memoria que componen la identidad que me define. En automático mi cerebro comenzó a crear posibles explicaciones sobre el origen de mis visiones.


Recordé que cuando ayudaba a mi abuelo a cortar pasto en un parque público, de una extensión considerable, para alimentar a sus vacas, borregos, caballo y burro, en la época en la que en la ciudad todavía existían personas que pensaban que podían producir su propia comida en lugar de comprarla en los grandes centros comerciales, que hoy se miran en todas partes de la urbe. Ese modo de vida fue una de las cosas que la transición tecnológica forzada no dejó subsistir para el futuro. La electricidad de los aparatos refrigerantes se convirtió en la nueva cultura de la supervivencia.


Mi abuelo era un personaje humano bastante común, bastante engreído y demasiado soberbio. Alguien que durante una caza de patos perdió una pierna. ¿Una cazaría patos? ¿Dónde? “Aquí en la ciudad”, me había dicho mi padre. ¿Patos en la gran ciudad de ríos entubados y cables enredados sobre los cabezas como los lazos de la horca?


En la transición tecnológica, la ciudad era más pequeña y había ríos y pequeños lagos donde las aves acuáticas, como los patos, podían vivir y, de hecho, habían habitado por mucho más tiempo que las personas.


Hace tiempo tuve el deseo de conversar con cierta persona, quería saber más de ella y quería que ella se interesará en mí. Tuvimos una cita cerca de una estación del Metro, el sistema de trenes eléctricos que hacía posible trasladarse en toda la ciudad. Después de encontrarnos en ese lugar caminamos en dirección al Canal Nacional. Un rió que por un azar inesperado seguía vivo dentro de la ciudad. Al verlo por primera vez quedó sorprendido por su mera existencia. Nunca pensé que algo así existiera dentro de la ciudad. Fue mayor mi sorpresa al ver que en el agua que fluía se encontraban parvadas de patos. Blancos, negro, cafeces. Algunos poseían una franja blanca en el cuello. Ví a las personas lanzarles migajas de pan y noté su placer de convivir con algo vivo no-humano. Parecía que los humanos necesitan interactuar con criaturas inteligentes diferentes a ellos. No querían cazarlos ni comerlos. Sólo convivir con ellos. Extraño para unas criaturas que se asumen sin temor a equivocarse como el único ser con sentido común.


En una época anterior, donde los altos postes eléctricos y los cables del sistema de telefonía apenas se levantaban para comunicar todos los lugares de la ciudad, fue que mi abuelo, usando una escopeta de perdigones para cazar patos, perdió su pierna izquierda. Aquello sólo mermó su capacidad de movilidad, más no su arrogancia. A pesar de su cuerpo mutilado, seguía trabajando arduamente para mantener a su familia, para continuar bebiendo alcohol y mantenerse como un humano estándar.


Mi abuelo, en los últimos años de su vida, cuando el duro trabajo de criar animales debilitó su cuerpo y, debido a las quejas de sus familiares más modernos, la cantidad de animales que podía cuidar se redujo considerablemente, me pedía que lo ayudara a cortar pasto para alimento a sus bestias. Fue en una de esas ocasiones en la que tenía que transportar en un triciclo una carga de entre 100 o 150 kilogramos de pasto que ví a una extraña criatura que me miraba mientras pedaleaba.


Un gran insecto de color rojizo había fijado, con sus múltiples ojos, su mirada sobre mí. Nunca antes de aquel momento recordaba haber visto a un insecto de tal tamaño. Las hormigas y los mosquitos son generalmente pequeños. Tan pequeños que es fácil deshacerse de ellos con un dedo meñique. Ahora, este insecto, con tenazas enormes y un amplio conjunto de ojos hexagonales sobre un rostro ovalado mantenía una mirada fija en mi rostro. Su inerte cara me provocó miedo, no sabía si se estaba riendo de mí o tratando de intimidarme. No conocía el lenguaje de aquellas criaturas, menos los gestos que pueden usar para comunicar algo. Al igual que nosotros que alzamos una mano para llamar la atención de otro ser humano, que implícitamente sólo otro humano entendería, ellos podrían tener gestos especiales, modos únicos de mostrar una risa burlona que no pudiéramos comprender. Esa mueca incierta, que no sabía si era una mirada burlona o una risa casual, me ofendió y me provocó escalofríos. No podía tolerarlo. Quise detener el triciclo y preguntarle qué quería de mí. En lugar de hacer esto, tomé una vara, que se encontraba entre el pasto, para lanzar a ese insecto contra el asfalto del camino.


Nunca volví a ver a otro insecto de aquellas características, pero desde ese día sentía que en las esquinas oscuras de cualquier lugar, un sistema de ojos hexagonales analizaba mi comportamiento.


Ahora, en este presente, me pregunté si aquel insecto rojizo habría mandado a sus familiares a tomar venganza. Carecía del conocimiento sobre la capacidad de memoria de los insectos. No sabía cuánto tiempo pueden recordar lo que ven. Tampoco si saben describirles a otros el aspecto de otros seres de tal manera que cualquiera de ellos pueda reconocerlos en otras ocasiones. ¿Me estaría buscando? ¿Era grande su resentimiento contra mí porque habría perdido una(s) pierna(s) como mi abuelo? Aunque, tampoco tenía certeza, de hecho ninguna idea, de la noción de vendetta que los insectos pueden tener. La sociedad en la que nací asumió, como mi abuelo, ser la única que poseía complejas estructuras sociales. Sin embargo, pensé que aquellas ideas extravagantes mías sólo era una divagación inducida por el miedo. Mi cabeza quería buscar algo lo suficiente coherente, un autoengaño, para entender lo que pasaba a mi alrededor.


Luego de unos microsegundos, entendí que aquellos pensamientos me estaban desviando de lo que sucedía. Sabía que esto no era un sueño. Era evidente que estaba despierto y aquellos extraños insectos negros con la capacidad de autoesamblanzarse debían tener otra razón para introducirse en mi habitación y pasar por ella.


Volví a pensar en el problema de reconocer la diferencia entre una imagen artificial o el siguiente nivel de la evolución de los insectos. Reflexioné si existía la posibilidad de que ambas situaciones pudieran ser equivalentes. Insectos que evolucionaban artificialmente inducidos por mis pensamientos de miedo. Puede que algún contaminante de los tantos que hay en está gran ciudad afectó mi capacidad de racionalizar la realidad y ahora podía acelerar el proceso del cambio natural. ¿La ilusión artificial sería capaz de inducir una realidad artificial y viceversa?


Sin tener en claro cómo distinguir la ilusión inducida de la realidad, decidí mirar a dónde los insectos se dirigían.


Había notado que los insectos oscuros se movían ordenados hacía una sola dirección desde el agujero a la pared a un lugar de mi habitación. 


Ellos se dirigían a una zona en medio del piso donde la parte amarilla se había levantado y que previamente había intentado remendar. Noté que, en forma ordenada, se introducían por un agujero mucho más oscuro. Demasiado oscuro que podía notarse claramente en la penumbra de mi habitación. Tan oscuro que la negrura de los insectos contrastaba con él. Era como si el agujero en el piso tuviera una gravedad capaz de modificar la dirección y forma de la luz cercana a ella. La interpretación de lo que veían mis ojos es como ver una mancha negra en una hoja blanca.


La mancha tenía una perfecta forma circular. Una excentricidad de exactamente 1. Carecía de los instrumentos adecuados y precisos para medir con rigor, pero tenía la total convicción que era una circunferencia auténtica cuyo radio debía ser una cantidad inconmensurable del tipo raíz de dos o raíz de tres. Ese súbito pensamiento me pareció excéntrico, aún para mí. No sabía si tal pensamiento era inducido por las vibraciones de las antenas de los insectos. ¡Sí! ¡Ya lo había notado! Después de que los insectos se introdujeron en mi habitación, algunos de ellos se colocaron en posiciones aparentemente concéntricas respecto del orificio de una oscuridad translúcida y lo que yo nombraba como antenas vibraban. Percibía un zumbido metálico, que me hizo recuperar la imagen de una chicatana cuyas alas, después de un inusual proceso alquímico, se hubieran transformado en un metal delgado y rígido lo suficientemente flexible para generar un sonido por el corte del aire al agitar sus alas y que contenía un tintineo constante que se debía a su choque cuando subían y bajaban.


No podía determinar si el sonido contenía algún tipo de armonía o patrón reconocible. El zumbido era constantemente cambiante. Me pregunté si pudiera ser un tipo de canción que aquellos insectos negros imitían. Una demasiada larga y que todavía no había llegado su tiempo de repetición. Tampoco podía saber si la canción la escuchaba completa, podría ser que aquellos animales emitieran sonidos de altísima frecuencia los cuales mis oídos humanos no captan. Si aquellos extraños insectos estaban enviando señales complejas, me pregunté qué estarían comunicando. O sí eran usadas para escanear algo. Algo en mi subconsciente. 


Las ondas sonoras inaudibles podrían formar parte de un mecanismo de escaneo de mis pensamientos, qué cosas ya sabrían de mí. También existía la posibilidad de que el audio de altas frecuencias pudiera servir para alterar mi percepción de la realidad, lo que podría explicar por qué pensaba que los insectos poseen un grado racionalidad.  


Al notar que otros insectos cercanos a mí poseían un tipo de antenas que recuerda a las antenas parabólicas, la idea que estaban decodificando la red neuronal de mi mente se reforzó. Las ondas producidas por unos chocaban contra la estructura de mi cerebro y su eco era captado por otros para generar un mapa de mi identidad. ¿Para qué querían conocer mis pensamientos? ¿Dónde los llevarían?


Comencé a entender que los insectos no eran mutaciones imaginarias ni inducidas por la actividad del progreso humano. Eran algo más. Diferentes. Probablemente venían de otro mundo. Uno bastante alejado y más interesante que el que yo habito. Al pensar en esta idea, no logré entender el por qué de ella. La casa donde he vivido mis primeros veinte años de existencia humana era vieja, con bastantes parches de cemento y yeso, con capas de pintura de mala calidad, con cables colgando del techo y las paredes que mi padre había colocado para alimentar de electricidad a las lámparas de filamentos de tungsteno, radios y televisión. Con un viejo baño, que en inviernos se congela provocando que la orina de nuestros cuerpos calientes se elevé en vapores aromáticos indeseables que nos marean y que en verano retiene calor haciendo que las heces fecales se solidifiquen más lentamente provocando un olor nauseabundo que no se puede evitar a menos que cerremos las fosas nasales. En ese espacio reservado para el aseo personal, hay un viejo boiler de leña que se ha vuelto un pesado objeto de metal inservible, ya que el combustible necesario para su funcionamiento ya no se obtiene fácilmente. Las casas modernas emplean un moderno sistema de gas licuado. Aquí, sólo se puede hervir el agua en la estufa que luego se vierte a otro bote para poder tomar un baño rápido. Esta casa deteriorada es propicia para el crecimiento del salitre y la proliferación de alimañas y hongos. A pesar del esfuerzo constante y sin remordimientos ni arrepentimientos de mi madre, yo y mis hermanos, de mantenerla lo suficiente limpia y así mantener un equilibrio entre el exterior e interior de nuestros cuerpos que nos permita seguir existiendo. Un esfuerzo paliativo para vivir un día a la vez, no más. Un lugar vulgar donde una entidad del espacio exterior había decido pasar.


Dudo que el deseo de vivir de mi madre y sus usuales esfuerzos de limpieza sean capaces de evitar que estos oscuros insectos acorazados puedan hacernos algún tipo de daño. Esperaba que aquello no estuviera dentro de sus planes de conquista. Sin embargo, pensé, que en las noches cuando cansados de nuestra necedad de existir, estos se introdujeran en nuestro interior para no sólo comerse el interior si no, también, para reemplazarlo.


La superficie lisa, brillante, compacta de los insectos oscuros, me llevó a preguntarme si su interior estaría aislado del polvo del exterior. Otro objeto singular que abunda en esta vieja casa. Cuando el polvo excede un punto de saturación, la cabeza comienza a dolerme y me siento mareado.


El polvo se deriva del desgaste natural de las cosas. La piel de los cuerpos al caer. El cabello de perros y gatos. De la erosión provocada por el movimiento del aire sobre las paredes, suelos y techos de concretos. De la pintura que se desprende. Del óxido de los objetos de metal que se dejan olvidados a la intemperie. Esa combinación de partículas se acumula sobre todos los cuerpos. Se introducen en los pulmones y el torrente sanguíneo a cada bocanada de aire. El vello nasal, que en ancianos y ciertas personas jóvenes es abundante, impide que la cantidad de polvo que se introduce en nuestro interior colapse a los pulmones. Ojos y boca son vulnerables a él. En nuestro estado consciente intentamos evitar que por aquellos puntos débiles se introduzca una gran cantidad de polvo. Sin embargo, el polvo sigue acumulándose sobre nosotros y cuando caemos en nuestro estado de inconsciencia contamina los órganos internos como el hígado, el estómago, los riñones y los pulmones, así como nuestra capacidad de racionalizar. 


Me he preguntado si la miseria y violencia que suelen estar en toda la historia de mi civilización se debe a que su propio deseo de progreso contribuye a elevar la toxicidad del polvo. Metales pesados o líquidos alquitranados que se han secado evitan que ciertos receptores bioquímicos funcionen adecuadamente para evitar que se dispare el frenesí de comernos unos a otros. De este rápido pensamiento, me pregunté si los extraños insectos contribuirían con un nuevo componente tóxico al polvo.


Las erupciones volcánicas del último millón de años elevaron sustancias tóxicas hasta las partes más altas de la atmósfera. Algunas siendo partículas minúsculas pudieron mantenerse flotando durante mucho tiempo, hasta que lentamente descendieron sobre nosotros. De ésto mi madre no sabía nada, creía que sólo los gastados tabiques de nuestra casa producían polvo. No había notado que el mundo natural no quería con vida a seres como nosotros.


Desaparecer era la opción ineludible de cada criatura. Yo, inercialmente, como parte de la naturaleza debo cumplir con su orden inhumano. Cualquier criatura que desafíe esta disposición debe ser sometida. 


Mi especie trata de controlar a otras especies y a su vez esas especias que destruimos inducen a que surjan nuevas especies que nos controlan. El equilibrio del mundo no consiste en vivir en armonía como suele pensarse erróneamente en el dogmatismo humano. Creo, parece que no me equivoco, el orden natural consiste en obtener criaturas dignas de existir. Los insectos acorazados están desafiando tal orden, era la interpretación de mi conciencia primitiva. 


Al mirar por el extraño oscuro agujero de excentricidad 1 por donde los insectos se introducían, en orden, uno a uno y no volvían a salir, comprendí un nuevo detalle. Me percaté de que un sonido escapaba por el orificio. Tenía cierta similitud con el producido por los insectos. Creí que podría tratarse de un eco. Sin embargo, mis oídos pudieron notar una melodía diferente.


“Los insectos oscuros no son criaturas surgidas en la Tierra”. Sentí que alguien quería que pensara de esa manera. Comencé a divisar la posibilidad de que los insectos oscuros podrían estar viajando de regreso a su mundo. Además, algo desde el otro extremo del agujero quería comunicarse conmigo. Fue hasta este momento que fuí consciente de que hasta el momento los insectos sólo pasaban por mi habitación. No se habían molestado en subir a mi cama o ir a otros rincones del lugar, sólo se movían en una marcha ordenada dirigiéndose al orificio ultra oscuro en suelo. Sólo había unos que se habían puesto en ciertas posiciones para escanear el contenido de mi cerebro con ondas ultrasónicas.


Súbitamente la imagen de un sistema solar, que no concuerda con lo que conocía, se instaló en mis pensamientos abstractos. Quedé profundamente asombrado por la claridad con que podía distinguir todos los detalles proyectados, lo cual hizo que mis manos y ojos hicieran pequeños movimientos convulsivos.


Observé un sistema compuesto por una estrella ligeramente más grande que el Sol. Parecía que había 9 u 11 planetas girando a su alrededor. El tercero tenía el color azul de la Tierra. Sin embargo, entendí que nada interesante había en aquel planeta.


Sentí que mis ojos se movían para mirar un lugar entre el sexto y el séptimo planeta de aquel otro sistema solar. En medio de ambos planetas se puede distinguir un punto negro, como un oscuro disco brillante. Parecía estar compuesto de la misma sustancia que la oscuridad del orificio en el piso de mi habitación. Una profunda negrura definida y lisa que contrastaba claramente con su entorno opaco.


Un sonido surgía desde el objeto oscuro.


Luego fuí consciente de que el disco tenía volumen. Una masa esférica. Un planetoide que a pesar de su tamaño, la densidad de su cuerpo producía una fuerza gravitatoria equiparada a los centros de las galaxias que mantienen unidos a miríadas de estrellas. Su superficie era completamente lisa, sin ningún relieve y que muy probablemente si usara un microscopio electrónico de barrido sería incapaz de observar ninguna arruga. Su materia compactada hacia un único punto en su interior no permitía a la luz cercana a él seguir su camino en el vacío cumpliendo con la primera ley de Newton. Antes de que los fotones fueran absorbidos hacia su interior, se creaba un arco luminoso a su alrededor. Un sol oscuro. Como Aldiss lo había predicho.


Un nuevo atisbo de pensamiento volvió a golpear mi conciencia. 


“La vida siempre resulta desconcertante para las mentes primitivas y para los espíritus pobres”.


Como yo y los individuos de mi especie.


“La conciencia aparece como resultado del choque constante de un sinnúmero de partículas, que por sí mismas carecen de la noción del yo o del simple impulso de alimentarse”.


“Su constante golpeteo logra superar el umbral de lo usual para dar pauta a un objeto capaz de reconocerse a sí mismo. Que es el verdadero inicio de la vida”. 


“Una cohesión simple permite dar origen a seres vivos de un tamaño pequeño, cuyas conciencias son también simples”. 


“En ocasiones, en el azar de la naturaleza incierta de la realidad, ciertos cúmulos dan origen a seres supermasivos”.


“Los cuerpos ultradensos son ejemplos de ello”.


“Los cuerpos ultradensos al reunir una cantidad de masa gigantesca en un volumen pequeño, adquieren una conciencia ultradensa y habilidades excepcionales”.


“Por ejemplo, son capaces de vibrar a una velocidad cercana a la luz”.


“Cualquier fenómeno vibratorio que se dé a su alrededor (tomando en cuenta que distancias considerables pueden ser considerar como minúsculas para ellos), un planetoide ultradenso puede sentirlo instantáneamente en cada minúsculo pedazo de su cuerpo, que unido al fenómeno de su ultraconciencia, hace que el planetoide adquiera un entendimiento de su propia naturaleza y la de su entorno que podría describirse como el ‘dzogchen’”.


“El reflejo de la luz crea una proyección holográfica de la información que configura a los seres conscientes de otros mundos que desarrollan ideas para cambiar su entorno. Esa información se escapa al universo debido a que esos cuerpos no pueden retener la luz”. 


“Los órganos sensoriales de los planetoides ultradensos son capaces de aprender de las vibraciones de los mundos que reflejan luz”.


“Las vibraciones de la vida en todas partes del universo se unen a los pensamientos racionales de los cuerpos ultradensos que asimilan la realidad de manera sumamente eficiente”. 


“Se podría decir, hasta cierto punto, que los seres ultradensos se aprovechan de las criaturas menos dotadas, ya que toman sus ideas, se inspiran en sus logros y analizan sus errores. Lo que los convierte en un tipo de parásito estelar, uno bastante inteligente, que aprovecha adecuadamente las desventajas de los demás”.


“Además, los seres ultradensos pueden comunicarse e intercambiar opiniones entre ellos, ya que tienen maneras de inducir vibraciones cósmicas que lleven sus pensamientos”. 


“Debido a la naturaleza de sus cuerpos, usualmente los planetoides ultradensos no pueden estar cerca de unos y otros, por lo que deben mantenerse razonablemente alejados (muy separados)”. 


“A pesar de la distancia que los separa han aprendido a vivir en colectividad. No tienen la necesidad de luchar entre ellos”. 


“Se dejan llevar por la ola de la expansión del universo, las brisas cósmicas de los vientos solares y el impulso de las grandes explosiones que generan el choque de las galaxias”.


“Los planetoides ultradensos pueden crear organismos que pueden vivir sobre su superficie o dentro de ellos. Utilizan un tipo materia similar a la que los constituye, lo hace que sus criaturas también poseen cuerpos ultradensos. Como estas criaturas pueden vivir en el planetoide deben ser pequeñas para evitar una descomposición de fuerzas. Además, se les diseña para que puedan soportar diferentes condiciones, pues se les lanza al espacio. Por lo que terminan pareciendose a insectos con exoesqueletos de metal, negros y totalmente lisos”.


“Debido a la fuerza de cohesión y a una propiedad de sus células conocida como ‘memoria eterna’, los insectos ultradensos tienen la capacidad de la ‘reunificación’, la cual los hace casi indestructibles. Cualidad diseñada con el deseo y la intención de los planetoides ultradensos”.


“Cualquier fuerza que intenta separar los componentes de un insecto ultradenso podrá hacerlo sin dificultad. Sin embargo, la fuerza de atracción de sus partes ultradensas y su memoria eterna permiten que cada parte aislada se reunifique y así recobrar su forma inicial”.


“Los insectos ultradensos son utilizados por los planetoides ultradensos para investigar con más detalle otras zonas del cosmos. Los insectos ultradensos son capaces de viajar por el espacio sin necesidad de un medio que los contenga. La estructura de sus cuerpos les permite alcanzar velocidades cercanas a la mitad de la luz. Y en el caso de sufrir algún inconveniente, cada partícula de su cuerpo se reunificará, sin importar el tiempo (finito) que se requiera, para cumplir con la misión para las que fueron construidos”.


“Los insectos ultradensos utilizan un mecanismo de comunicación bastante similar al que usan los planetoides ultradensos. Cuando son enviados a otros mundos, pueden captar las vibraciones del conocimiento generado por los nativos y almacenarlo. Incluso cuando un insecto ultradenso pierde (momentáneamente) una parte de su cuerpo, ese pedazo hereda la propiedad de ‘memoria infinita’ lo que lo convierte en un tipo de grabador de vibraciones. Todo se debe registrar. Además, tienen la habilidad de abrir canales de comunicación deformando el espacio-tiempo para establecer enlaces directos con sus respectivos planetoides ultradensos”.


“La información recolectada por los insectos ultradensos permite al planetoide desarrollar una intuición más acertada del comportamiento de la realidad natural. Ayuda a mejorar el diseño de los insectos para que puedan ampliar las zonas de observación y recolectar más información. Tratando de llegar a la orilla teórica del cosmos, que posiblemente puede no existir”.


“Una manera de expresar las razones prácticas de por qué los planetoides ultradensos quieren recolectar información de otras formas de vida es la búsqueda de inspiración para sus propios proyectos y una manera de entretener su mente racional que constantemente busca cosas en qué imaginar”.


“Suele olvidarse qué las criaturas inteligentes (las que realmente lo son) buscan, en última instancia, entretenerse. Una mente realmente capaz de racionalizar la realidad, no se preocupa sobre lo qué debe ser o  lo qué se debe hacer, se preocupa por crear, ya que tal actividad es de una complejidad inaudita, en la que es necesario una gran cantidad de tiempo para ser ejecutada satisfactoriamente. Así, que el crear es la mejor actividad a realizar para evitar la monotonía de un ser como los planetoides ultradensos. Ya que al ser seres ultraconscientes, requieren mirar, aprender y construir en una amplitud bastante grande. De otro modo se dedicarían a autodestruirse y destruir todo a su alrededor”. 


“Además, una mente capaz de observar el mundo abstracto pierde la capacidad de valorar todo lo que está a su alrededor si no comienza a crear. La creación le enseña sobre la fragilidad de las criaturas más débiles. La creación le enseña a entender el sufrimiento de las criaturas menos aptas. La creación enseña a que en ocasiones no es posible evitar acabar con los seres qué intentan destruir la capacidad de otros seres racionales de aprender”.


“Los insectos ultradensos han descubierto muchos planetas interesantes. Muchos mundos loables. Muchos seres que intentan e intentan elevarse a pesar de sus grandes limitaciones”.


“Los insectos ultradensos han descubierto algo notable en tú planeta”. 


“Me gustaría poder observarte, analizar tus ideas. Para ello debo transmutar tu cuerpo en uno mejor. Uno como el de los insectos ultradensos para que soportes los viajes interestelares y la vida cerca de un planetoide ultradenso”.


Dentro de mi cráneo se hizo un eco de la pregunta: ‘¿Quieres llevarme a mí?’


“¿Cuántas veces has soñado en ser otra criatura, una mejor?”


Al ser consciente de la pregunta, tuve el recuerdo de que en este lugar, en el que he vivido durante 20 años, con sus muros huecos y gastados por el tiempo, donde la luz natural no encuentra cabida. Encontré la inspiración para imaginar una historia.


No puedo decir que ha sido la mejor ni la más original historia que se le haya ocurrido a alguien en este planeta. Sin embargo, hay algo que la hace única.


Al comenzar a escribirla, sin la intención de compartirla, quería conservar las imágenes que se habían creado en mi mente. No las quería perder. 


Se me ocurrió indagar sobre la existencia de las sustancias ultradensas. Descubrí que los agujeros negros son en realidad masas colapsadas de estrellas que al poseer una inmensa gravedad atrapan la luz, impidiendo que se refleje y de esta manera ocultada la verdadera naturaleza de lo que puede pasar en la superficie del agujero.


Me pareció una gran casualidad darme cuenta que lo que soñé se debía al notorio y constante colapso de la cada vez más vieja y gastada casa que habito. Dió origen a una idea, que parecía ser una simple ficción, que luego sentí podía tener algo de real. Las criaturas ultradensas pudieran existir en alguna parte entre las estrellas. Ahora, una entidad en un algún punto n-dimensional del universo está comunicándome que lo que había plasmado en un lenguaje primitivo se acercaba a lo que realmente está sucediendo en el cosmos. Debía, así era, cosas más raras ahí afuera.


“Has vivido en una habitación diminuta. Húmeda. Oscura. En ocasiones has tenido días en los que la comida no ha llegado a pesar de qué posees un cerebro y que tus padres también tienen uno, respectivamente. Días en que diluías el tiempo frente a un aparato de transmisión electromagnética deteriorando tus ojos y mente. Noches en las que el plomo de las pinturas y el asfalto que se desprendía de los recubrimientos del techo se introducían por tus ojos, oídos, boca y nariz, contaminando tu interior. Eventualmente tu organismo asimiló esa contaminación constante de baja dosis. Perdiste algunas capacidades cognitivas, ganaste otras”.


“Ello te llevo a generar una idea y partir de ella deducir la existencia de los planetoides ultradensos. Que al principio consideraste como una inocente ficción”.


“El eco de tus pensamientos captado por mis insectos ultradensos, hizo que me percatará que tu teoría sobre los seres ultradensos era bastante congruente, coherente y acertada en los términos que tu simple lenguaje te permite describir la verdadera naturaleza de la realidad”.


Recuerdo un sueño. 


En el piso de mi habitación de color amarillo con miles de fisuras, que recuerdan a los ríos de los continentes vistos desde cierta altura, memorias de los sismos que la vieja casa que habito ha soportado, apareció un pequeño orificio en el piso. De él comenzaron a surgir insectos de un extraño color oscuro, bastante similar a un negro brillante profundo. Los insectos movían sus antenas con una velocidad tal que producían un sonido metálico, parecido al que se escucha en las mañanas cuando las calles están casi vacías y uno se encuentra debajo de un poste de corriente eléctrica. Los insectos con cuatro extremidades a cada lado de su cuerpo sondeaban el lugar, como si estuvieran verificando el haber encontrado un lugar seguro para habitar. Uno de ellos regresó al orificio y al instante de él salieron una gentío de esos seres. Me asustó ver a la marabunta. El sueño me pareció que se estaba convirtiendo en una pesadilla. No sabía cómo reaccionar ante las necesidades de supervivencia de la vida no-humana. Me pregunté si debía intentarlos aplastar. Si sólo se hubiera tratado de dos o tres de ellos, creó que hubiera tenido el valor suficiente para deshacerme de esos intrusos. Pero su número había pulverizado mi valor desde un inicio. Moviéndose por el piso, como si hurgaran en busca de comida, se dirigieron repentinamente al destello de luz que provenía debajo de la puerta de mi habitación, único lugar de donde se podía saber la existencia del Sol. Así, tantos como entraban era la cantidad que salía por la rendija debajo de la puerta. La marea era constante hasta que dejó de fluir. Al sentirme seguro, me levanté de la cama y me dirigí a la puerta para ver si podía saber la dirección que habían tomado. No encontré su rastro. Luego volteé la mirada para ver el oscuro orificio en el suelo por donde habían entrado. Sentí que aquella oscuridad era capaz de tragar la luz. Sentí que esa oscuridad estaba viva en el sentido real, es decir, era consciente de su propia existencia. Luego desperté.


Experimente una sensación de dejavu al recordar las imágenes de ese sueño. Me pregunté al instante cómo mi mente había creado esas imágenes. ¿Por qué y para qué? ¿Cuál era el contenido inconsciente de mi mente?


Nuestros ojos miran el reflejo del espectro visible de la luz al chocar contra los diferentes objetos de la realidad. Ello implica dos cosas. Uno. Existen cosas reales que no podemos ver y que conviven muy cerca a nosotros. Dos. Aquellos cuerpos que no reflejan la luz, concentran la información del mundo en sus mentes, asimilando mejor la realidad que cualquier otro ser. La concentración de los ecos lumínicos debería generar algún tipo de conciencia superior. Seres de una sensibilidad inigualable. 


La materia oscura debería ser un ente de una amplia conciencia y una capacidad inaudita para racionalizar el universo. De hecho la materia oscura debería ser, en los conceptos humanos típicos, un dios. Probablemente el creador de las estrellas y por ende de todos los demás seres que pueden distinguirse mediante la luz.


Tal vez esto pueda explicar el miedo que los seres humanos tienen a la oscuridad. Una complejidad que los observa siempre. O también explicar, por qué en la oscuridad no está presente.


“La materia oscura es amplia y nos rodea. Por mucho tiempo, algunos de nosotros, hemos buscado la manera de comunicarnos con ella. Sin embargo, no hemos logrado encontrar las formas o el contenido pertinente para establecer una conversación. Puede que su amplia inteligencia le impida prestarnos atención. Algo similar a lo que sucede con tus congéneres y yo”.


“La realidad es amplía, basta, un lugar digno de conocerse. Un día tendremos la suerte de conocerla un poco más”.


“Encontrar cosas interesantes siempre es algo usual. Pero las cosas que se deben conservar son infinitesimalmente escasas. Es alegre saber que la posibilidad de lo imposible siempre está presente. A su vez, encontrar cosas comunes es también usual. Lo común es una característica necesaria de la realidad para establecer referencias que los seres necesitan para vivir acorde a la capacidad de su imaginación”.


“El desgaste energético en la búsqueda de las cosas excepcionales suele ser grande. De antemano no es posible distinguir si una cruzada será fructífera. Sin embargo, es maravilloso el camino que se cruza para alcanzar lo qué no existe”.


“Cuando encuentro un objeto excepcional. Soy feliz”.


“Deseo conservarte por un tiempo”.


“Tu planeta como tus congéneres son objetos triviales y es un hecho incuestionable que al pasar de los eones, tú civilización será olvidada. Nada que puedan hacer será digno de recordarse. Sin embargo, tú imaginación es algo sumamente intrigante. Me gustan las realidades que creas”.


“Algo así debería conservarse. Me gustaría saber cómo se ampliará cuando conozcas más detalles sobre las singularidades que existen en los cuerpos celestes”.


Aquellas palabras sin sonidos me dejaron atónito. Irme. Poder ser algo más de lo que mi propia condición biológica me limita. Un sueño posible, alcanzable, deseado. Convertirse en algo realmente mejor.


Al instante tuve una sensación de tristeza. Quiero a mi familia. Apreció a mi madre, a mi padre y a mis hermanos. Dejarlos en un desolado planeta de una realidad brutal, me hizo sentir nostalgia, dolor, incertidumbre y una profunda pena de mí y de mi civilización.


“Sigue creciendo un poco en este planeta, al menos por un breve instante de tiempo. Un tiempo que será sencillo y corto suspiro”.


“Un insecto ultradenso se alojará en tu cerebro para registrar todos tus pensamientos. Por seguridad”. 


“Este desolado planeta sirvió en un inicio para crear una imaginación singular. No sería adecuado quitarla todavía. Cuando sea adecuado, sólo tomaré tú cerebro y la copia de seguridad, que encapsuladas en la materia ultradensa, serán llevados a mi presencia. Construiré un cuerpo adecuado para colocar tu materia racional para viajar, conocer, entender, sentir y seguir imaginando por un tiempo bastante largo”.


“El recuerdo de aquellos a los que llamas familia se volverán otra historia, un cuento más de tu imaginación. Su vida finita, que el tiempo convertirá en polvo, seguirá haciendo eco en tus pensamientos. Su vibración nunca dejará de sentirse, seguirán al menos dentro de tí. Y siendo sólo una ligera brizna, sus vidas insignificantes dejarán de estar en tu memoria presente”.


“Tendrás tiempo para recordarlos. Para olvidarlos. Tendrás un tiempo para crear cosas más interesantes y dignas de conservarse”.


“La luz de la vida es lo primero es perecer. Así es su naturaleza. La oscuridad es lo único que puede recordar. La única cosa que se puede conservar”. 


“Los ecos de los mundos que fueron sólo pueden ser absorbidos por aquellos objetos que no dejan escapar las frecuencias reflejadas por los objetos golpeados por la luz. La vida sólo puede conservarse en la oscuridad”.


Miré en mi mano un insecto del tamaño de la punta de uno de mis dedos. Ví como se introducía bajo mi piel. No sentí su movimiento dentro de mi cuerpo. Un momento después supe que mis pensamientos estaban siendo copiados para preservarse. Prendí el foco de filamento de tungsteno. Tome una libreta de notas y una pluma. Comencé a escribir sobre los objetos ultradensos y cómo son felices buscando las cosas más singulares del cosmos para luego crear otros mucho más fantásticos.